El 23 de septiembre se celebró el Día Internacional contra la Explotación Sexual y Tráfico de Personas, este flagelo que vive nuestro país y el mundo, producto de la corrupción y la complicidad de los funcionarios públicos. Así pues, de acuerdo a los expertos, hace falta contención psicológica y ayuda económica y jurídica para que las víctimas puedan salir adelante y no vuelvan a caer en manos de sus captores.
Tal vez uno de los fenómenos más antiguos de la humanidad sea el de la esclavitud femenina. Aunque no puede ser completamente corroborado, sobran las conjeturas acerca de que las hostilidades entre grupos tribales rindieron el sometimiento sexual de las mujeres. Es el antecedente más patético de las formas patriarcales que, a lo largo de las épocas, se las arregló para imponer un sentido angular a las relaciones de género: la idea de la patrimonialidad masculina sobre los cuerpos de las mujeres. Desde luego, esta perversa noción fue sacudida en algunos momentos y muy especialmente en el siglo XIX de emergencia del feminismo, pero también de enorme movilidad geográfica de las poblaciones, lo que acentuó, paradójicamente, la disponibilidad de mujeres para reducirlas a esclavitud sexual. El fenómeno se redujo notablemente por los estratos sociales de mayor bienestar en diversas latitudes del país, a mediados del siglo pasado, y por consiguiente, hubo menor exposición al riesgo de las jóvenes de estratos socioeconómicos bajos.
La reducción a esclavitud sexual aumentó notablemente en las últimas décadas por varias razones, entre las que se destacan la desarticulación social y económica de muchos países, los efectos de la globalización y las guerras. El fenómeno alcanzó características devastadoras también en nuestro país. Se acentuó por la atracción que ejerce la promesa de los traficantes acerca de una vida económica holgada, efectuada a mujeres ya sometidas a condiciones precarias en muchísimos casos. Es inquietante el tráfico desde países limítrofes, y todo indica que habría una sobre representación de centro y sudamericanas entre las muchachas forzadas a servir en prostíbulos. Pero el flagelo presenta una índole aun más siniestra cuando se trata del secuestro de jóvenes más allá de las circunstancias socioeconómicas. Nadie elige no ser libre y caer en la red de la trata está en el revés de una elección, pues quien es desapropiada ve reducida su propia condición de humanidad.
Así pues, la trata para explotación sexual es un grave problema, difícil de controlar en la medida que exista una connivencia entre los traficantes, las autoridades gubernamentales, las fuerzas de seguridad y, en muchos casos, también la justicia. Además, en muchos lugares es algo natural, por lo existen casos de autoridades gubernamentales que no tienen problema en reconocerlo y minimizarlo, pretendiendo que esto es algo que ocurre e, incluso, que las víctimas lo aceptan.
Es fundamental entender que, además de rescatar a las mujeres víctimas, el problema es el después: cómo recuperarlas y reinsertarlas en la sociedad. Es común quesi ellas no tienen apoyo, no meramente psicológico y emocional, sino económico y de resguardo de la privacidad, estas mujeres son ultrajadas por sus propias familias y comunidades que creen “por algo las raptaron” y no hay quien les de trabajo ni vivienda y sus hijos sufren grave discriminación en la escuela y la comunidad. En general, sus esposos o compañeros también las abandonan y, ante la necesidad, caen nuevamente presas de las redes de traficantes que las esperan. Si el Estado no asume ese rol de apoyo para la reinserción, además de la atención de la salud física y psicológica, estas mujeres recaen y esto las daña mucho más a ellas y a sus hijos.
De esta forma, la trata de personas es una violación de los derechos humanos y de las libertades individuales: la esclavitud contemporánea. La trata con fines de explotación sexual en nuestro país afecta casi exclusivamente a mujeres. Es violencia de género que resulta del ejercicio del poder machista, del abuso de situaciones de vulnerabilidad y pobreza. Es discriminación, pero también corrupción, ya que este negocio, altamente lucrativo y relacionado con el narcotráfico, sólo perdura por la connivencia de funcionarios públicos: fuerzas de seguridad, representantes de la justicia, funcionarios públicos.
Lamentablemente, con un presupuesto, el Estado abandona a las víctimas después de haber declarado. Hay escasez de refugios especializados. No está garantizada la contención psicológica y médica ni el apoyo jurídico extendidos. No se informa a las víctimas de todos sus derechos ni se les da subsidios y se les sugiere retornar al lugar de origen, donde se las estigmatiza y a menudo vuelven a caer en manos de sus captores. No hay políticas públicas para perseguir las redes de trata y las campañas de prevención para adolescentes son esporádicas. Al no tener acceso a la capacitación laboral, a la salud y, en el caso de las adolescentes, a la educación, la reinserción en la sociedad es difícil.
Los datos son alarmantes. En Latinoamérica, casi el 30% de las víctimas son menores de edad y, de cada tres, dos son niñas, sometidas no solo a la esclavitud sexual sino también laboral. El 74% de los casos son detectados dentro de prostíbulos, en clara asociación de trata y prostitución. Un negocio que reporta a nivel mundial 150 mil millones de dólares anuales.
La trata borra la identidad legal de sus víctimas y la de adentro, la que llevan como imagen de sí mismos; les quita la esperanza y toda comunicación con su historia. Los amenaza con la muerte, los esclaviza y vende. Recordemos: sin cliente no hay trata. No demos la espalda, sería como abandonar a una persona.
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