¿Cuál es el fichero cerebral para el archivado de los recuerdos? ¿De cuántos ignora uno su existencia hasta el preciso momento en que son? Con su regular cajota de Huevo San Juan a manera de valija en lugar de la de jabón Roma o Tepeyac el personaje me remite a los viajantes pueblerinos usuarios de corridas de paso en autobuses sin WC que parecen consumir leña en lugar de derivados del petróleo. El recién llegado al escenario del teatrino del Patio Morisco algo tiene de citadino con cierto alejamiento de esa masa anónima señalada como pelusa (con involuntaria alusión a Diego Maradona) o chusma: la cuerda con que ha amarrado su equipaje no es de ixtle sino de plástico; tampoco trae cachucha de beisbolista; no viste sudadera ni camiseta con letreros en inglés; su calzado no es de hule ni de plástico, sino zapatos rojos, no menos gastados que los rotos pantalones dentro del disimulo de una moda rebelde y contestataria, en armonía con el resto del arreglo y sus modos despojados de rigidez e inhibición que ni pintados para estilista o modisto provocan el recuerdo de Jaimito –según el actor Sotero Castrejón– en “Sensacional de maricones”, de Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio, montada y estrenada por Leonardo Kosta en el auditorio del Museo de la Ciudad, sobre todo cuando decide, en pos de las luminarias, abandonar el interior de la bella república mexicana –réproba y calumniosa– para atracar, o sea arribar, no tracalear o robar, en la gran capital –océano de prósperas oportunidades– puesto a mostrar su valía sobre todo cuando se tienen sobrados méritos y aspiraciones para ser alguien –empezando por chalán de millonario–. El personaje que sueña, se ilusiona, con transformarse o interpretar a su ídola: Chelmor Mun, la retrotrae a escena a través de la rememoración infantil, hogareña, escolar, laboral. Dentro de las tres últimas en situación de inferioridad, sometimiento y/o sobajamiento; queda particularmente subrayado el padecer o afrontar un ánimo de ser coartado en sus iniciativas un tanto estrafalarias para la generalidad de quienes constituyen su entorno: clara metáfora de la existencia artística, y de paso la innovadora o de plano trasgresora, sin ser necesariamente agresiva. Esta recordación constituye en gran parte la trama de “Chelmor Mun”; la ilación memorística, un tanto desbarajustada y absurda, me hizo recordar al Macario de “El llano en llamas”, de Juan Rulfo, que incluso no carece del regodeo sensual con rasgos grotescos, arriesgando un asomo a la vulgaridad.
La sugerencia onírica mediante humo –tan reprobado por el maestro Ludwik Margules al decir del director escénico Uriel Bravo–, además del manejo inicial de sombras y la interlocución con una voz en off presente mediante una bocina portátil introducida por el personaje sin nombre, resulta muy sutil para abrir la puerta a la desordenada realidad de cualquier fantasía ofrecida con grata verosimilitud. No entendí el crédito en el programa de mano al trabajo de video que nunca vi el miércoles 3 de julio, más comprensible como un desvarío lisérgico por parte de Escénica pulque y peyote, A.C. con la complicidad de Miscelánea Teatro.
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