La verdad mentida del teatro estaría particularmente interpretada y/o asumida en “El relevo”. Mentira porque dentro de la vida tiene un inicio o principio y una terminación o final que suspende o da pausa a la primera para después continuar quizá igual, quizá recargada, quizá reanimada, quizá revisada, quizá cuestionada, y varios quizás más hasta la próxima función de otra puesta en escena. Llevar la poesía al foro es siempre un desafío, cuantimás cuando en ésta hay un ciframiento o supralenguaje tangencial para esconder o contener los sentimientos y las emociones pero al mismo tiempo gritarlos con ánimo de rebelión, de espetar: ¡No soy tonto y te estoy acechado, déspota verdugo dictador traidor falsario y convenenciero católico! Provocando la remembranza de los calambures, con el muy celebrado y atribuido al poeta español Francisco de Quevedo quien llamó coja, pues lo era y mortificaba la mención, a la reina Isabel de Borbón: “Entre el clavel blanco y la rosa roja, su majestad es-coja.” “El relevo” tiene la evidente complejidad de la verdad de la vida real traducida al teatro mediante situaciones fantásticas, de una rebelde ingenuidad reveladora, con consecuencias divertidas para el público, aunque dentro de la trama tengan rigurosa seriedad, veladamente cómica dado el contexto socio-político español y franquista. “El relevo” de La Gaviota Teatro utiliza, en consonancia con el texto y montaje del autor Gabriel Celaya, visto como un divertimento poético, presenta una estatua, un ángel, una niña-muñeca, una malabarista-diablo que no maliciosamente diabólica, unas soldados ¿de plomo?, una novia y un novio enamorados, malabarismos, cantos, travesuras ya tiernas ya mordaces y otros ¿juguetes? Una conjunción artística con el encanto del contrasentido de una infancia adulta o unos adultos con una incontestable madurez infantil. En este trocamiento y tergiversación para denunciar sin inculpamiento reside el carácter surrealista de “El relevo”, y en la preservación de esta intencionada envoltura el logro de la dirección escénica de Guillermo Smythe e interpretativo del elenco, cuya formación arrancó en la infancia con la dedicación y sapiencia pedagógica de la maestra Lupita Smythe; por lo menos dos actores y una actriz egresados de la licenciatura en Actuación de la FBA-UAQ. La regresión infantil es un sutil retorno del conocimiento popular para replantear el valor de las cosas habituales a fin de desvelarle al espectador sus ansiedades, quizá inconformidades o por lo menos extrañezas latentes, transmitiendo una trama libertaria en un estado de gozosa zozobra. Su acierto interpretativo está en las sugerencias provocadoras, o por lo menos la valoración de rehuir el involucramiento: a mí qué; tú no te metas. El surrealismo dramático está muy atinadamente respaldado y complementado con caracterizaciones mesuradamente recargadas en cuanto a caracterizaciones: maquillaje y vestuario, y gesticulaciones más o menos ampulosas y grandilocuentes. La construcción estatuaria mediante un traje sastre muy bien cortado y ensamblado con tela color gris metálico es absolutamente verosímil, aunque no recuerdo ninguna estatua de semejante tono; la pesada tiesura mecánica de Carlos Rocha construye convincentemente el sólido volumen. Las exageraciones que Quetzallín Torres y Brenda Santiago imprimen a sus personajes aparecen como elementos constitutivos de la gracia y simpatía que los caracterizan, pero de los que no me enteré quienes son por no haber programa de mano. (Los nombres de los artistas los conozco de muchas otras actuaciones.) El culmen de exageración me resultó Enrique Guillén con su angelito infantil con una muy conveniente alba tonalidad; el contraste de semejante talla infantilizada resulta casi cómica, lo mismo las alitas para tal volumen; aparecer chupa-dedo y en bici se antoja de un infantilismo muy meritorio. Lo mismo las diabluras de Santiago trepada precisamente en un patín del diablo. La exageración de los novios está en su romance y miramiento amelcochadísimo. En el comportamiento de esta pareja, así como del ejército con su intromisión en las vidas privadas conformando la corrección individual y familiar, está harto ironizado para denunciar el conservadurismo con Francisco Franco durante su dictadura de cuarenta años. La exageración de la niñita es tan medida que muy confunde con la caracterización de una muñeca en ese ambiente infantilizado. Quizá todos somos echados del carro del surrealismo con un vuelco de solemnidad, rompedora mediante un convencional albo vestido de cola y el porte con el cual lo introduce en escena mortecina Q. Torres al tiempo que emite una delicada entonación.
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