Más raudos que veloces dos jóvenes descalzos, envueltos en vistosos leotardos, salieron del Colegio Nacional de Danza Contemporánea para enfrentar a un grullero en la esquina de Sierra de Tilaco y Sierra de Zamorano, puesto a levantar el automóvil de su madre, quien había presenciado el correspondiente examen técnico de Óscar y Hugo Sánchez. La presencia del primero bien podía intimidar al más osado, y siendo autoridad inspirar reto. La talla y el desarrollo corporal de Óscar desde entonces, y desde siempre, ha sido sobresaliente. Bien lo aprovecharon una o dos compañeras estudiantes para crear y montarle coreografías. Solo recuerdo aquella donde aparecía casi como centro del Sistema Solar, brillantísimo, áureo, por momentos sugiriendo desnudez, con unas evoluciones y movimientos que imponían y permitían un enorme lucimiento sensual y técnico. Desde entonces privaba en él la ausencia del envanecimiento que la juventud y la admiración muy bien explicarían y justificarían. Quizá por esta razón muy poco, nada, se ha prodigado en el exhibicionismo o el deslumbramiento. Lo volví a ver esporádica y accidentalmente fuera de las aulas, en pasillos y espacios abiertos, de la Facultad de Bellas Artes. Me quedé con la impresión de que no egresó, menos se graduó, del CNDC. Tras prolongadísimo intermedio lo aprecié con admiración invitado en un programa de Vestigium, ‘Cuerpo a Cuerpo’, interpretando “Draka”, de Abil Meneses (http://www.raza.com.mx/eclectica/el-espectador/4714-enganado-pero-no-defraudado). Ó. Sánchez me convenció de ser un artista a quien hay que seguir, siquiera por su honestidad y sinceridad creativas. Siempre existirá el riesgo de que no lo convenza a uno su trabajo y desempeño escénicos, que no ha sido el caso con “Resiliencia / kintsukuroi” que Le Calac’s presentó en el foro del Museo de la Ciudad de Querétaro el 1 y 2 de septiembre. En el programa de mano el autor nos plantea una ventana sobre las rupturas, las marcas y las cicatrices como impasibles testigos (¿testimonios?) de la experiencia humana, que cabría destacar más que ocultar. Al final de la función, sin previo aviso, coloca cuatro sillas en el escenario para exponer el proceso creativo, pero sobre todo para convocar cuestionamientos. Fluyen entonces experiencias y emociones personales de los intérpretes de las que se confiesan ignorantes hasta antes del montaje, ¡e incluso apenas han conocido en la función misma! Al respecto Óscar se declaró proclive al surgimiento de las emociones llevadas y alcanzadas precisamente a través del proceso de la trama: “No quise que fueran actos preparados con el ensayo”. Hay una escena en que uno de los dos personajes femeninos es atormentado mediante manipulación (no ha sido tocada físicamente), hasta que en un instante de coraje y hartazgo empuña un bastón, valora sus posibilidades agresoras, y emprende carrera contra el manipulador-torturador, le atiza un golpe rompiéndole el palo en la cintura, volando un pedazo hacia la pared. La metáfora manipuladora mediante el libre y caprichoso jugueteo con una taza resulta muy clara y creativa. Los tazazos tampoco parecen ensayados, pues se atinan poco. Terminan arremansando las tazas, como cuando a los niños les imponen recoger su tiradero al final del día o antes de irse a la cama. Este pasaje con las tazas es el que más permite suponer que unos adultos se han permitido jugar cual rapaces, y para no ser menos terminan a la greña. Sólo faltaría que ‘las cortaran’. Al decir del autor, con las tazas se propone también la multiplicidad de fragmentos constitutivos de la vida desde el hecho mismo del alumbramiento. El continuum de vigor e intensidad mantiene la atención, sobre todo rematado contrastadamente con la simplicidad infantil que concita a la calma y la conviabilidad. Quizá el mayor logro, y que mucho se agradece, de “Resiliencia / kintsukuroi”, es la proyección de la franqueza de sentimientos por parte de los cuatro intérpretes, respaldada por una convicción en la preparación y en la reflexión de vida sin que el temor al riesgo los detenga.
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