Solemos idealizar un concepto, una actividad, una persona que nos lleva a tirar en la vida. Paradójica y hasta contradictoriamente podríamos terminar sometidos e incluso sojuzgados a tal idealización. A este pensamiento y reflexión me ha llevado el haber presenciado “Dresser”, del dramaturgo inglés Ronald Harwood, el montaje estrenado más recientemente en La Cartelera el jueves 5 de mayo. Dos son los personajes que vemos en acción, casi tres. El personaje del actor, quizá por su condición penosa y lastimera, y precisamente idealista es quien nos resulta más atractivo por conmovedor y desesperante. Vemos al actor que ha idealizado la actividad de la interpretación de personajes al punto de dedicarse a ésta en cuerpo y alma al extremo de la propia existencia: morir haciendo para lo que se ha vivido.
El idealismo de este personaje no ha carecido del debido molino a vencer: la guerra no hostiga tan solo con municiones de todo calibre desde direcciones varias aportando la inseguridad física y recluyendo a los espectadores en puntos de salvaguarda, sino que ha privado a las puestas en escena de jóvenes intérpretes para los respectivos personajes. Los momentos fuera del foro el personaje pretende invertirlos en la escritura produciendo tan solo cúmulos de pliegos hechos bola, pues no logra plasmar el texto, no logra capturar la trama, desoyendo la recomendación de la experiencia: solo excepcionalmente se produce la obra sin previamente hacer obras. El asistente excede su condición de vestidor, auxiliando al actor con la aplicación y retiro de maquillaje, labor correspondiente al verdadero actor; crecientemente lo apoya como apuntador no obstante las centenas de representaciones cumplidas, pues se ha llegado a la afectación de la retentiva y la confusión del repertorio. Más recuerda el intérprete la interpretación del personaje que al personaje. ¿Cuánto idealismo cumple quien asiste y sostiene a un idealista? Para este Alonso Quijano, al que permite Ronald Harwood remontarnos, ¿qué constituye su entorno y ámbito de equivalencia caballeresca? ¿Qué reafirma en el idealismo a este personaje actor británico para tirar por la vida? Él mismo lo declara y lo declama: la poesía y la poética del más grande poeta: William Shakespeare.
Con un acento tan ceceante como el de Hèctor Dugo no viene al caso conservar un nombre sajón para el vestidor: Norman. En México el ceceo es tan hispano como Paco, Manolo o últimamente Jordi. A este vestidor no le pasa nada con semejantes nombres, y dejaría de distraer con un contrasentido innecesario. Tanto como el volumen estertóreo lanzado en un espacio tan reducido que difícilmente da entrada a una quincena de espectadores. Hay estallidos tronantes que molestan, más cuando no corresponden a un momento climático que cambio el curso de la trama. Fácilmente remite al poeta León Felipe “Pero ¿por qué habla tan alto el español?”. Si el vestidor se presentara más como platicador que como personaje quizá alcanzaría la suficiente verosimilitud para, paradójicamente, no ver a Dugo como personaje. Tampoco le alcanza el registro para dar tres voces-y-personalidades femeninas ¡y una tras otra! Dos, casi, quizá con más funciones, pero una tercera siendo la más amorosa hasta llevar a la convulsión romántica al personaje actor, termina perjudicando los dos primeros logros al obviar la simulación dejándola en imitación ridiculizante. Verdaderas expresiones femeninas ofrecidas ‘en off’ evitarían la malobra de un detalle que pone en riego la seriedad de un montaje. Como asistente y apoyador del personaje actor el vestidor sale adelante. Hèctor Dugo como narrador de la trama entre esos dos personajes más o menos no alcanza la suficiente diferenciación. Algo tendrá que ver la ausencia de acreditación para la dirección escénica. {gallery}galerias/espectador120516{/gallery} |
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